22/01/2014
María Camila Morales
La alegría del mundial de fútbol no
la comparten todos y en especial en Brasil. La frase del titular no la escribe
ni la FIFA ni el gobierno de Dilma Rousseff aunque tendrían razones de sobra ya
que las obras están muy retrasadas.
La amenaza contra la cita
mundialista la lanzan los “rolezinhos”: ¡no habrá mundial! Son adolescentes de
los sectores pobres de las principales ciudades del país, los cuales están
haciendo visible un problema que aqueja a la sociedad brasileña: el racismo.
El pasado 11 de enero, más de mil
jóvenes de la periferia de Sao Paulo se reunieron en el lujoso centro comercial
Itaquera. Iban a vitrinear y a expresar su aburrimiento de una sociedad que los
excluye por su color de piel y su precaria situación económica.
Seguían los brasileños el ejemplo de
las “Flash Mobs” que en Estados Unidos y Europa convocan a miles de personas a
través de las redes sociales. Se dan cita, con efusividad plantean su
descontento y después se dispersan.
Pero en Itaquera fueron expulsados
por la policía militar con gases lacrimógenos. A la violenta respuesta de la
autoridad se sumó la justicia la cual optó por prohibir los encuentros en
lugares privados por ser “impropios” y multar hasta con 3 mil dólares a quienes
participen.
Los vigilantes y guardias de
seguridad podrán seguir entonces impidiendo a ciertas personas que ingresan a
los centros comerciales o a cualquier
establecimiento privado si consideran que van a cometer algún tipo de
crimen. Una facultad que les permite excluir a negros, indígenas y pobres sin tener
que rendir cuentas como escriben ahora
en sus pancartas los "rolezinhos": mundial en un Brasil racista que selecciona a
la gente.
Se había demorado Brasil en debatir
acerca del mito fundador de un país diverso pero igualitario. Así como las
protestas del 2013 por el aumento de los “5 centavos” del transporte público
hicieron sangrar la ampolla de la desigualdad económica, ahora el turno es para
la discriminación racial.
Pablo Gentili (uno de los fundadores
del Foro Mundial de Educación) escribía
en el 2012 en el diario El País, que
la sociedad brasileña (sobre todo de derecha) y sus gobernantes vivían en un
racismo cordial. Pero la tasa de homicidio y la violencia contra la población
negra “sigue siendo una de las marcas indelebles de un racismo que nunca tuvo
nada de cordial”, concluía.
Según el último informe del
Instituto de Pesquisa Económica Aplicada (IPEA) “la posibilidad de homicidio de
un joven negro (que incluye a los mulatos) es 3.7 veces mayor que un blanco.” Y
la investigación también destaca que los negros y mulatos sufren un mayor
número de agresiones por parte de los agentes de policía que los blancos (6.5%
frente a 3.7%).
Desde el punto de vista económico,
los negros (pretos) ganan 36% menos que los blancos y los asiáticos, en un país
donde representan el 48,2% de los trabajadores del país.
Y los índices siguen siendo dispares
en educación, salud y desempleo entre blancos y negros. Bien destacaba un amigo
cuando veía la televisión en Brasil: sin partidos de fútbol y sin telenovelas,
cuando uno ve la programación local pensaría que está en un país nórdico.
En efecto, la diversidad se celebra
a la hora de la música, del carnaval y del deporte pero poco se transmite en la
práctica económica, política y social. Esa es la denuncia que quieren hacer
visibles los “rozelinhos” quienes aseguran que no son anarquistas como los
miembros del Black Bloc que infiltraron algunas de las agresivas manifestaciones
del año pasado.
Están exigiendo los adolescentes más
que un derecho a divertirse, que los incluyan en la sociedad de consumo que el
gobierno del Partido de los Trabajadores (Rousseff y Lula) está construyendo y
que no los juzguen por su color.
Los esfuerzos de Dilma Rousseff para
hacer cumplir las cuotas raciales y sociales en las universidades federales no
son suficientes para ellos. “La clase C” como los catalogan ahora los expertos,
por haber salido de la pobreza extrema, quiere más. Saben que no tienen ni
representación con los políticos ni espacio en las ciudades.
Por el momento, los centros
comerciales de Sao Paulo, Rio de Janeiro, Niteroi o Santa Catarina prefieren
cerrarles sus puertas y evitar los problemas. No obstante los "rolezinhos” ya
lo han advertido: si para dejar de ser ciudadanos de segunda categoría tienen
que sabotear el mundial, no dudarán en hacerlo. No necesitan favores de los
blancos. Reclaman que los consideren brasileños de verdad y que se acabe el
apartheid tropical.
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