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jueves, 28 de junio de 2012

Los honorables congresistas latinoamericanos


28/06/2012
  
María Camila Morales

La batalla por la democracia en América Latina parece cosa del pasado. Cuántos muertos, desaparecidos, torturados, huérfanos fueron el precio para que en la región se implantara la noción de democracia participativa. La persistencia logró acabar con las dictaduras y permitir que volvieran las reglas de la democracia a definir el futuro de los países.

De derecha, de izquierda, de centro, de conciliación, poco importa cuando en las urnas los ciudadanos han decidido libre y legalmente el color de sus gobiernos.  Tanto el Ejecutivo como el Legislativo son, se supone, la emanación de la voluntad de la mayoría de los ciudadanos. Por eso votamos, por eso el régimen democrático, en teoría, es la panacea para el respeto del Estado de Derecho.

Tendrían entonces nuestros elegidos la máxima y noble tarea de representar nuestros anhelos políticos y velar por el bienestar legal, económico y social del pueblo que los escogió. Una élite, en el sentido de minoría selecta - y no burguesa - rectora del poder legislativo.

Lamentablemente, la honorabilidad de nuestros congresistas, se queda en mito. Los escándalos de corrupción e ineptitud no se limitan a un solo país. Por el contrario, en Latinoamérica algunas multinacionales y empresarios guardan en cajones ocultos listados de aquellos países donde sería “más o menos fácil” entrar “en contacto” con los miembros de las Cámaras.

Los comités y comisiones que investigan la ética parlamentaria no dan abasto en América Latina. Indagan sobre lavado de activos, enriquecimiento ilícito, conflicto de intereses, pasando por homicidio agravado, proxenetismo; la lista pareciera no tener fin en las actividades paralelas de los congresistas.

¿Hasta qué punto son los electores responsables del carnaval de politiquería que abunda en la rama legislativa? Con un nivel de abstención en los comicios legislativos, federales o locales que ronda en algunos países el 50% como en México y en Honduras podríamos preguntarnos si no sería hora de reaccionar.

No votar, según el Centro de Asesoría y Promoción Electoral (CAPEL) tiene varias raíces: descontento, disconformidad con la clase política, apatía, auto marginación y acción de protesta.  Válidas explicaciones que no dejan de causar estragos en los países.

Paraguay y Colombia en estos momentos son el mejor ejemplo de la irresponsabilidad de congresistas que actúan para el beneficio de ellos mismos como buenos caciques electorales.

La destitución en tiempo récord del presidente Fernando Lugo, deja muchas preguntas sin contestar en cuanto a los verdaderos intereses detrás de “la sanción política”.

La reforma a la Justicia en Colombia que negociaron doce congresistas a puerta cerrada, tiene en jaque a la Constitución de 1991.

El 1 de agosto el Supremo Tribunal Federal de Brasil (STF) iniciará el juicio por corrupción del gobierno del ex presidente Lula. No menos de 38 acusados: ex congresistas y funcionarios públicos entre otros.

Solamente estos son ejemplos que acapararán por algunos días los titulares de prensa de un comportamiento más que contagioso en la región.

La pregunta: ¿cómo dejamos que se llegara a tales extremos? El comentario más frecuente en la red es que la ciudadanía está dormida. Y no habría reacción porque la impunidad reina pese a todos los avances que las ONG dicen haberse logrado.

Sin embargo, en América Latina no todos duermen cuando hay descontento popular. Aquellos que si saben reaccionar con armas y no precisamente con los votos, no han desaparecido del continente. Y se encuentran, muy atentos, en los dos extremos del espectro político.

Los honorables congresistas son también la responsabilidad de los ciudadanos y deben cuentas a la Nación.  Si no fortalecemos la veeduría de nuestros elegidos, protestamos y hacemos oír la voz de descontento, la democracia saldrá nuevamente herida. La ciudadanía activa es un deber para todos los latinoamericanos.

Maria Clara Lucchetti Bingemer, profesora de Teología de la Universidad de Río de Janeiro, analizando el incipiente fenómeno de “Los Indignados” en Latinoamérica bien advertía: perder la capacidad de indignarse es lo peor que puede acontecerle a una persona, pues la deshumaniza y la debilita en aquello más noble y más fundamental que posee: su libertad.

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